
Siempre he estado convencido de que, en el fondo, las personas desean ser escuchadas. Hay algo profundamente transformador en el diálogo: sentarse frente a alguien, ponerse en sus zapatos y descubrir que nuestras diferencias suelen ocultar similitudes más profundas. Esta convicción cobró fuerza a principios de la década de 1990, cuando apenas empezaba a entender la complejidad de la política. Fue entonces que conocí a un hombre cuya forma de abordar el conflicto y la negociación marcaría mi perspectiva para siempre: Manuel Camacho Solís.
Al escucharlo hablar sobre la reconciliación de tensiones arraigadas en Chiapas, me impresionó su determinación de elegir la negociación por encima de la fuerza. Entró en una situación volátil—comunidades indígenas oprimidas y un gobierno inclinado al uso de la fuerza—e insistió en el diálogo. Contraponiéndose directamente al expresidente Carlos Salinas de Gortari. Aunque yo era muy joven, me cautivó su valentía para defender a quienes habían sido silenciados por tanto tiempo. Fue entonces que entendí que la política podía ser algo más que ambiciones de poder y campañas; podía convertirse, bien llevada, en una oportunidad para reivindicar las historias de la gente.
En 2003, tuve el honor de unirme al equipo de Camacho. Él era diputado y se preparaba para las elecciones de 2006; yo era un estudiante de economía del ITAM deseoso de aprender todo lo posible acerca de cómo generar un cambio real. Camacho me enseñó que los resultados tienen más peso que el reconocimiento; que un líder genuino se compromete a mejorar la vida de las personas, incluso si el crédito recae en otros. Asimilé esta enseñanza rápidamente. Como muchos jóvenes, en un inicio buscaba aprobación y validación. Camacho me ayudó a comprender la satisfacción más profunda de saber que has contribuido al bienestar de alguien, sin importar quién reciba los aplausos.
Por esos años, Camacho decidió que mi formación requería mayor profundidad intelectual, así que me llevó a formar por la Dra. Alejandra Moreno Toscano, una historiadora cuya pasión por la historia se combinaba con una gran empatía hacia los demás. Yo provenía de una formación centrada en la economía, enfocada en números y modelos, Itamita vergonzosamente neoclásico. Sin embargo, la Dra. Moreno me mostró que la historia, la cultura y la narrativa suelen ser más determinantes que los datos puros a la hora de diseñar políticas que realmente conecten con la gente. Generan significados y esos permiten engendrar nuevas realidades en los seres humanos. Sus reflexiones sobre cómo la memoria colectiva influye en las decisiones—tanto de gobierno como cotidianas—me abrieron los ojos a una dimensión completamente nueva de la vida urbana y la gestión pública.
Años después, en 2019–2020, apliqué estas lecciones en mi labor en la Secretaría de Relaciones Exteriores para negociar en tiempos de COVID-19. Con frecuencia, las negociaciones de vacunas de Covid se reducían a entender de dónde venía cada persona—en sentido literal y figurado. En esas negociaciones, no se trataba del precio, sino de primero poder conseguir se nos asignaran lotes. Todo el aspecto comercial lo llevó la Secretaría de Salud y la Oficialía Mayor, mi rol fue lograr que de todo los países del mundo, México tuviera acceso a lotes. Aquí, la guía de la Dra. Moreno, centrada en honrar la historia y la cultura, me ayudó a enfrentar complejidades que un simple análisis numérico no podía resolver y negociar efectivamente con mi equipo de jóvenes. Finalmente, tuve que ausentarme de este proceso que disfruté profundamente para dedicarme a cuidar a mi madre, quien lamentablemente falleció; sin embargo, mi compromiso con el diálogo inclusivo y empático permanece inquebrantable.
Al mirar hacia atrás, reconozco cuánto humanizaron mi enfoque dos grandes mentores. Camacho me recordó el poder de la negociación genuina y honesta, mientras que la Dra. Moreno me enseñó que detrás de cada estadística hay un tapiz de significados diseñables. A medida que sigo adelante, busco honrar sus enseñanzas: escuchar antes de actuar, valorar a las personas por encima de la política y reconocer que, muchas veces, la fuerza más poderosa para el cambio no reside en la autoridad, sino en los valores compartidos humanos.
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